martes, 29 de julio de 2008

Bowling





Este también era un juego. Como tal había dos equipos, podían ser conformados de cuantas personas quisiéramos, o al menos esas eran las reglas caseras. Dos computadoras que indicaban los tiros y los puntos por cada tiro, y a su vez marcaba la sumatoria del puntaje de todo el equipo. El objetivo: derribar todas las botellas, o yo las veía cono botellas, que se encontraban a unos tres, cuatro metros de distancia, según mi cálculo medio desprovisto de confianza; ya era sabido mi corta visión. Para derribar todas esas botellitas debías preverte de una bola algo pesada para cualquier mujer. La herramienta de juego debía agarrarse con una mano, y tras una pequeña corridita en la que te deslizabas por la pista, soltarla antes de cruzar con tu cuerpo la línea, donde empezaba ese pasillo largísimo que conducía a las botellas. Tan cerca y tan lejos. Era curioso, porque visto de lejos parecía cerca, pero hacía falta solamente estar cerca, al lado podría admitirse, para darse cuenta de la real distancia que nos separaba. Sentada en el lugar de espera para el gran momento del tiro, todo parecía sencillo y resoluble con apenas un envión, un poco de fuerza, nada más. Parecía que no era necesario mucha técnica y mucho menos tener en cuenta otras posiciones; sin embargo bastaba con encontrarme a solas, con el arma en mi mano y saber que no podía contra vos que eras más de lo que cabía, y aún en el gran momento de la tirada sabía que en realidad no quería, que no deseaba hacerlo, sabía que no podía derribarlas, que no podía derribarte, que no era tan sencillo como nos habían hecho creer, que el hombre de la puerta no tenía ni idea de nuestro encuentro y que tirar botellas con una bola no es cuestión de chicos y sobre todo cuando hay tanto en el medio.
Yo había llegado con convicción y entusiasmo; sucedía que el lugar era grande y nuevo para mí, que estaba rodeada de amigos, que festejábamos un cumpleaños, que la música estaba fuertísima y era de una electrónica autómata que no pronunciaba palabra. Sin embargo curiosamente todo eso se volvía ínfimo, reducible a partículas de tiempo, encudrables en detalles de bolsillo, todo eso se mutilaba, se fusilaba hasta esfumarse en la congoja. Todo se trasladaba a un costado de mis pensamientos cada vez que tiraba el anterior a mí, y que yo presentía mi turno. El corazón comenzaba a latir más rápido de lo frecuente y descuidaba la coherencia de mi monólogo. –¡Bien!!- Gritaban todos, -¡buena tirada amiga!, y yo aplaudía, autómata ya a los sonidos, por inercia, por costumbre.
Sentada era todo tan certero, convincente, fácil y lógico. Pero bastaba que tomara posición para que me invadiera la incertidumbre, las ganas de ausentarme de esas coordenadas de tiempo en la que estaba parada, de salir corriendo a algún lugar donde no hubiera pizarras electrónicas, ni botellas, ni bolas, ni vos, ni yo, ni ese pasillo largísimo que tomaba proporciones indefinidas y poco rectas.
Sabía que el momento estaba por llegar, estabas por llegar. Tenía miedo, no te lo voy a negar, un miedo tonto, inocente. Miedo a que no llegara el momento, aunque también odiaba no saber como actuar.
La situación comenzó como todas las anteriores de similares detalles. De nuevo el temblor que molestaba mi paciencia, vibrante la confirmación, me levanté sin pensar y con indiscutible alegría, tratando de recordar los consejos de amigos y técnicas aprendidas a ultimo momento, tomé la bola que creía era de suerte. Estaba ahí, estabas ahí. Atrás tuyo, o atrás mío. A metros pero medio lejos como siempre. Chusaaa!!!! Creo que la viste.









MFL

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